Serie de crónicas del recién fallecido periodista Henry
Holguín. En el Putumayo vive un insecto: la machaca: es feo y grande, con alas
como un pequeño avión. Su picadura es mortal. Pero para salvarse existe un
recurso: hacer el amor. Es la única “contra” –dice la leyenda- y la gente la
cree a pies juntillas.
“Cuidado...
no se deje picar de la machaca”. La advertencia, que escuchamos en una
maliciosa voz de mujer, en el Putumayo, nos intrigó. Y preguntamos por la
“machaca”. Es un insecto grande (puede medir hasta 10 centímetros de largo y
sus alas abiertas alcanzan de extremo a extremo hasta 5 centímetros), que
habita selva adentro, donde la tierra se convierte en masa verde y espesa.
Según
la leyenda, “a quien pica la machaca... tiene que hacer el amor o de lo
contrario muere”. En un principio creímos que se trataba de tonterías
inventadas por la gente, pero poco después debimos convencernos de que la
leyenda tiene algo de verdad.
En
el Putumayo la gente cree firmemente la historia de la machaca, el insecto del
amor y el sexo. Se narran infinidad de casos de personas incrédulas que
murieron revolcándose en la tierra con terribles dolores, por no creer en las
extrañas cualidades del animalito.
El
animal más feo después de muchos días de búsqueda, descubrimos que Jairo Ríos,
el jefe de ventas de la Texas PetroleumCompany en el Putumayo, tenía entre su
colección de insectos dos machacas disecadas. Inmediatamente nos pusimos en
contacto con él y gracias a su colaboración fotografiamos los peligrosos
animales.
La machaca es feísima
De color pardo –para mimetizarse con los árboles– parece un pequeño avión listo para despegar. La cabeza sobresale de un cuello largo y grueso, no tiene ojos y se guía en medio de su oscuridad por un par de pequeñas antenas en lo más alto de la “cabina”. Las alas se abren en forma de “V” y casi no las agita para volar, tomando sólo impulso enérgico y planeando en medio de los árboles. Las patas –cinco pares– recuerdan mucho a las libélulas. En medio de ellas se alcanza a ver el aguijón, una especie de espuela renegrida por donde inocula su veneno.
De color pardo –para mimetizarse con los árboles– parece un pequeño avión listo para despegar. La cabeza sobresale de un cuello largo y grueso, no tiene ojos y se guía en medio de su oscuridad por un par de pequeñas antenas en lo más alto de la “cabina”. Las alas se abren en forma de “V” y casi no las agita para volar, tomando sólo impulso enérgico y planeando en medio de los árboles. Las patas –cinco pares– recuerdan mucho a las libélulas. En medio de ellas se alcanza a ver el aguijón, una especie de espuela renegrida por donde inocula su veneno.
Cuando
ese aguijón se clava en la carne humana, la víctima sale corriendo pidiendo
ayuda a gritos. El dolor es muy fuerte y ocasiona después una especie de sopor
que va creciendo por momentos. Si se hace el amor inmediatamente no ocurre
nada. Si no, antes de 24 horas vendrán los dolores y la víctima muere
indefectiblemente.
¿Qué hay de cierto?
Vámonos
a los hechos: Julián Reyes, 24 años, era un barranquillero que se metió en la
selva decepcionado por el amor de una mujer. Los colonos de la región de
Sucumbíos lo recuerdan como un hombre alto y bien parecido, que desmontó a
golpes de machete un pedazo de monte y allí plantó su casa. Vivió dos años en
el Putumayo, hasta que una tarde de septiembre pasado, se presentó un tanto
intranquilo donde su amigo y “compadre” Alberto Esqueriza.
Este
último, con quien hablamos en Sucumbíos, cuenta lo que pasó: “Julián no parecía
muy nervioso al principio. Yo estaba sentado tomando café cuando entró él y se
sentó en mi mesa. Esperó que saliera mi mujer y entonces me dijo: ¿Alberto, sí
sabes que me picó una machaca? En un principio creí que no era cierto y reí a
carcajadas. Pero al ver su seriedad comprendí que se trataba de un caso
verdadero”.
Reyes
contó a su íntimo amigo que ese día a eso de las diez, se hallaba “pistiando”
con su escopeta y perros, a una danta que desde hacía meses trataba de cazar.
Los gozques habían cercado al animalito en un pedazo de monte y Julián esperaba
pacientemente a que saliera, con la escopeta cargada en las manos.
De
pronto, escuchó un zumbido. No le prestó atención por la emoción de la caza,
hasta que sintió que cinco patas se posaron en su espalda sudorosa y desnuda.
Luego vino el pinchazo. “Un dolor violento que quita la respiración –según
contó a Esqueriza–, seguido luego de un intenso sopor y deseo de dormir”.
Cuando volvió sobre sí mismo, la machaca levantó vuelo.
El
barranquillero que conocía la leyenda y no creía en ella, no se preocupó. Pero,
pocas horas después, sintiendo que el sopor aumentaba fue donde su amigo y
contó todo. Esqueriza le recomendó que –por si las moscas– saliera a Orito y
buscara a una mujer. Añadió que la leyenda rezaba que la picadura de machaca
sólo se curaba haciendo el amor, y que sólo el acto sexual era la salvación.
“Ninguna
de las triquiñuelas que tiene el sexo sirve para nada... sólo el acto del amor,
simple”. Julián Reyes regresó a su casa, dudando sobre lo que debía hacer. Allí
el sopor se hizo tan intenso que se acostó en la hamaca y quedó dormido. “Dos
días después –concluye Esqueriza–, preocupado porque Reyes no había vuelto
llegué a su casa y encontré las puertas abiertas.En el suelo, estaba el
cadáver... Julián no alcanzó a llegar a Orito”.
Pedro
Flórez, un antioqueño, que reside en un pequeño fundo cerca de la población de
La Hormiga, no pensó como el difunto Reyes. Tenía un refrán como norma. “A la
tierra que fueres haz lo que vieres”. Por eso un domingo de octubre, cuando desmontaba
selva con un machete y escuchó el maléfico zumbido –parecido a los motores de
un avión en miniatura– soltó la herramienta y echó a correr... sin darse cuenta
de que llevaba la machaca sostenida con sus cinco patas sobre la nuca. Después
vino el pinchazo, el dolor y el sopor.
Flórez,
47 años, casado, no perdió tiempo. Estaba lejos de su residencia, y muy cerca
en cambio del pueblo. Rápidamente pidió a dos amigos que desmontaban a unos 550
metros, que lo llevaran donde “las mujeres malas”. “Me salvé de milagro –cuenta
el colono– lo difícil fue después explicarle todo a mi esposa...”.
La “machaca” también pica a las mujeres
Según
la leyenda, el insecto del amor y del sexo, pica tanto a hombres como a mujeres
y los efectos son exactamente los mismos. Conocimos dos casos de mujeres del
Putumayo picadas por la “machaca”, pero ambas se negaron a hablar. De todos
modos están vivas y eso demuestra que tomaron las medidas convenientes para
salvarse.
La
leyenda ha cobrado fuerza y entre las personas que creen en ella se encuentran,
inclusive, médicos e ingenieros. A un alto empleado de la Texas lo picó la
machaca cuando vigilaba la perforación de un pozo en plena selva. Rápidamente
se dirigió a Orito y de allí aprovechando el avión de la compañía, a Bogotá, donde
residía su esposa. Llegó apenas a tiempo y ahora cree como todos en la leyenda.
El
insecto del amor y del sexo, ha “prestado” su nombre al ingenio popular. El
gril más conocido de Orito (veinte mujeres día y noche), se llama “La Machaca”.
(Los chistosos no le dicen gril sino “Centro de salud”). También la avioneta
amarilla que todos los días transporta empleados y
obreros entre Puerto Asís, Orito y Tumaco, es conocida en la región como la
“Machaca”... y tiene gran parecido con el insecto.
Numerosas
bromas circulan por todas partes alrededor de la leyenda. Es claro que muchas
de las “picaduras” son simples pretextos para una noche de farra o desesperados
intentos de conquista, cuando todas las demás razones no han surtido efecto.
Como
en el Putumayo la gente hace bromas por gusto, las empleadas de Telecom, en
Puerto Asís, están acostumbradas a telegramas como éste, enviado por un técnico
petrolero, a su esposa en Bogotá (después de un mes sin poder salir de la
selva): “Mañana esa. Viajo picado por machaca. Besos, Lucho”.
¿Realidad?
¿Ficción? Es imposible saberlo hasta que no se haga un estudio serio y
concienzudo sobre las extrañas cualidades del insecto. Algunos dicen que podría
extraerse de su veneno un tremendo estimulante sexual. De todos modos, si viaja
al Putumayo... ¡cuidado con la machaca!
Carlos Velásquez Sánchez
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