Jorge Pereyra
Un sábado por la noche, aproximadamente en los primeros años de
la década del 70, un enamoradizo transportista regresaba a Cajamarca después de
asistir a una boda en Pacasmayo.
Llovía de manera persistente, copiosa, y casi no se veía con
facilidad la carretera. Al llegar a las inmediaciones de la población de
Choropampa, Edulfo Alarcón redujo la velocidad de su camión y se sorprendió al
ver, en un recodo del camino y después de finalizar una curva, a una hermosa
señorita que le hacía señas para que se detuviera.
Frenó de golpe y le hizo una señal para que subiera al vehículo.
La jovencita se sentó en el asiento de al lado del conductor. Ella tenía la
ropa y el pelo completamente empapados, de manera que le alcanzó una toalla
para que se secara y además le ofreció su casaca a fin de que se abrigara un
poco. Y a continuación le preguntó:
— Pero, ¿qué está haciendo una chica tan joven como usted y sola
a estas horas de la noche?
— La historia es demasiado larga para contarla ahora —dijo la
chica.
Su voz era dulce y a la vez cálida, como el sopor que produce
una copa de vino en una noche fría.
— Por favor, lléveme a casa. Se lo explicaré todo allí. Vivo en
la calle Amalia Puga, muy cerca al cine Aurora. Espero que no esté muy lejos de
su camino.
— De ningún modo. Al contrario, será todo un placer llevarla
hasta su casa.
El joven puso el camión en marcha. Y después de un par de horas,
cuando se estaba acercando a la dirección que le indicó ella, una casa con un
magnífico portón de piedra y con balcones y ventanas cerradas, le dijo:
— Ya hemos llegado.
— Le agradezco mucho por la fineza suya de haberme traído hasta
mi casa. Si no fuera porque ya es de madrugada, y no quiero despertar a mis padres,
lo invitaría a pasar. Otro día, si me visita le contaré la historia de por qué
estuve esperando un vehículo en la carretera.
El camionero se despidió de ella y no quiso pedirle que le
devolviera su casaca a fin de tener un pretexto para verla nuevamente.
Al otro día, y sin poder disipar de su mente el bello rostro de
la jovencita que socorrió en la carretera, se dirigió a la dirección donde la
había dejado. Llamó repetidas veces al timbre de la casa, ansioso y nervioso
como no lo había estado en toda su vida. Después de un largo tiempo de espera,
la puerta se abrió y apareció un hombre anciano de pelo gris y aspecto cansado
que lo miró fijamente.
— Señor… No sé cómo explicarle lo que me ocurrió anoche en una
curva de la carretera que va a la costa —empezó a decir el transportista—. Pero
una señorita me pidió que la trajera a esta dirección. La traje en mi camión
esta madrugada hasta aquí y...
— Sí, sí, ya lo sé, —dijo el hombre con aire de cansancio— esto
mismo ha pasado otras veces, todos los sábados por la noche. Esa chica, señor,
era mi hija. Murió hace dos años en un accidente automovilístico en esa misma
curva donde usted la encontró...
Edulfo pensó que el anciano, aquejado de un celo excesivo, no
quería que él viera a la linda señorita. De modo que retrucó con voz firme:
— Perdone que ponga en duda lo que usted dice, pero la señorita
era demasiado real como para creer que transporté a un fantasma hasta aquí.
El viejo lo miró con lástima y le contestó:
— ¿No me cree, verdad? Le propongo algo… ¿por qué no me acompaña
al cementerio y le muestro la tumba donde está enterrada mi hija?
Ambos se dirigieron al cementerio general de la ciudad. Y
después de atravesar varios pabellones de nichos y mausoleos, el anciano
finalmente le mostró una tumba, a ras del suelo, con una lápida en la que se
notaba la fotografía de la bella jovencita y sobre la que se alzaba además una
cruz blanca.
— Aquí es donde está enterrada mi hija —dijo en medio de
sollozos el atribulado padre.
El camionero reconoció en la
fotografía a la misma señorita que había recogido en la carretera, pero lo que
hizo que un escalofrío recorriera su espina dorsal fue cuando vio que su casaca
estaba colgada en la misma cruz.
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