Por Jorge Pereyra*
Día de Muertos, fecha entrañable en que la muerte se
acerca amorosa a la vida. Es también el día en que la vida se acuerda de la
muerte.
Cuando regresan los que se fueron, los seres queridos
que nos precedieron en el gran camino que lleva a la resolución del misterio de
la vida y de la muerte.
Es la ocasión precisa en que tomamos consciencia de
nuestra temporalidad y nos acordamos, con lágrimas, de aquellos familiares y
amigos que persisten en nuestra memoria y disfrutan ahora del ansiado don de la
eternidad.
Es la fecha especial del año en que los muertos
reviven por paradoja. Porque nuestra memoria los convoca y también porque ese
día se abre la puerta para que el tiempo se encuentre con la nada y con el
todo.
Llegan silenciosos...
Los muertos arriban, silenciosos e invisibles, como
interminables bandadas de palomas. Se asientan alrededor nuestro y nos susurran
al oído las noticias más recientes de nuestra difunta parentela.
Llegan cansados por el largo viaje, vienen cubiertos
de polvo estelar y traen en sus ojos deslumbrados los colores de sus eternos
amaneceres iluminados por mil soles.
Hablan tan bajito, como si creyeran que su presencia
nos molesta, y por eso muchas veces no reparamos en su presencia.
¡Pero tienen tantas cosas que contarnos! Especialmente
sobre el inmenso amor que nos tienen, el cual ha resistido el paso del tiempo y
la inmensidad del espacio. O sobre aquellas verdades relacionadas con el enigma
del ser y el no ser, que sólo se nos revela en la otra vida.
Amorosas ofrendas
Día de Muertos, fecha del calendario en que nuestros
muertos encuentran en su altar aquellas cosas que disfrutaban en vida y los
hacía felices.
Vienen por sus platillos favoritos, el licor que los
hacía cantar, sus cigarros preferidos, la música que los hacía llorar, su
perfume personal.
Y allí, sobre su tumba o en su altar, los están
esperando su pan de muerto, su cuyecito con papas huagalinas, su caldo verde,
su frito con cebiche, su chicharrón con mote o su cecina shilpida.
En su Altar de muertos, o en sus nichos, encuentran
también sus fotografías, algunas de ellas teñidas de amarillo por la brocha del
tiempo, para que jamás olvidemos cómo eran y lucían antes que el viento se
llevara la arena de sus rostros.
Dejemos que ese día todos ellos se diviertan como
niños y se reconcilien con la vida. Y seamos perfectos anfitriones de nuestros
muertos que nos dieron vida.
Simulemos que los vemos y escuchamos para que no se
sientan mal.
Y luego dejemos que se duerman otra vez en nuestros
corazones, con la boca abierta y el alma en paz, para que emprendan su largo
viaje de regreso.
En pocas palabras, seamos buenos con todos ellos. Pues
no olvidemos que, algún día, en este Día de Muertos, también nos tocará venir a
este mundo de la mano de ellos.
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