Diez
expedicionarios se internaron en las indómitas selvas de San Martín en busca de la ciudad perdida del Gran Saposoa. Atravesaron
torrentosos ríos y montañas repletas de follaje y serpientes, desafiaron el
frío y la lluvia, pero lograron su cometido. Novatos, abstenerse.
Olieron el aire como ciervos
asustados. Había llovido tres días sin parar. La situación era casi
insostenible. Estaban en una de las zonas más
abruptas y desconocidas del Perú: la selva alta de la provincia
de Mariscal Cáceres, San Martín. Una maraña de helechos gigantes y lianas
escurrían agua sobre sus agotados cuerpos. Tal vez toda esa idea de llegar al
Complejo Arqueológico del Gran Saposoa solo había sido una locura.
En ese momento, José Luis
Valderrama, el empresario televisivo y de publicidad que había organizado esta
expedición, recordó lo que le había dicho diez años antes -mirándola a los
ojos- a su esposa Ximena, cuando se mudaron a Miami. “Todos los años voy a regresar a
hacer una expedición en mi país”, le dijo. Hasta entonces había
cumplido religiosamente. Todas sus excursiones al Perú profundo fueron
afortunadas. No podía fallar ahora. “Hay que hacer un pago a la tierra”,
escuchó que decía tímidamente Jaime Echeverría, un guía local. José Luís se
sumó a la moción con entusiasmo renovado. ¿Qué iban a perder?
Aunque parezca increíble para las
mentes cartesianas de nuestro mundo, el sortilegio funcionó.
Luego de que cada integrante de la expedición pusiera algo de su pertenencia, y
después enterraran todo junto dentro de la tierra, en medio de oraciones
internas dirigidas a un ser superior, la lluvia se aplacó y tuvieron buen clima
y harto sol hasta el fin de la travesía. Ahora sí, no había excusas para no ir
en busca del Gran Saposoa.
Aunque toda la expedición tomó 12
días, esta comenzó a planearse con siete meses de anticipación. Lo primero fue
buscar un sitio realmente especial. José Luís quería algo inusual para
celebrar su décima incursión anual consecutiva en lugares
apartados al interior del país. Ya había estado en Choquequirao, realizado la
caminata de Llanganuco a Santa Cruz, y deseaba enfrentarse a una valla más
alta. Su amigo el 'mono' Oliver, que lo conoce muy bien, sabía exactamente que
buscaba. “José Luís -le dijo el mono- tu destino se llama Gran Saposoa”.
El siguiente paso fue, claro,
venir al Perú. Pero, como siempre, no lo hizo solo. Trajo
consigo a un egipcio, un mexicano, un tailandés, y dos peruanos que, como él, residen en Miami. No
todos participaban por primera vez. El tailandés Akrapol Supapol, por ejemplo,
ya ha visitado el Perú en ocho oportunidades, come rocoto como si fuera
arequipeño, suelta sus carajos, y tiene más suceso con las chicas que el más
pintado galán miraflorino.
En Lima se unieron a este grupo
cuatro personajes más. Uno de ellos, su primo Wally Valderrama, gestor de ALDEA
(Asociación Latinoamericana de Deportes de Aventura), era el más experimentado.
Sin embargo, a pesar de haberse enfrentado a los traicioneros rápidos del
Apurímac y el Colca, Wally no duda en calificar la
excursión al Gran Saposoa como “la más brava de mi vida”.
Helada
hospitalidad
Todos los
aventureros se juntaron en Cajamarca. Desde la ciudad donde Atahualpa
perdió su imperio partieron a las seis de la tarde rumbo al pueblecillo de
Bolívar, en las serranías de La Libertad. Contrataron, para ello, a un
ducho chófer de ómnibus que conocía la ruta de memoria. El cansancio los ganó y
fueron cabeceando hasta que catorce horas después, al amanecer, arribaron a
Bolívar. Solo a la vuelta -cuando apreciaron los inacabables precipicios- se
dieron cuenta de la ventaja de hacer esta vía en estado somnoliento.
En
Bolívar se retrasaron mientras cargaban las mulas con todas las
vituallas. El camino era tan venenoso que ningún caballo o burro podía
realizarlo sin romperse una pata. Las bestias iban cargadas de verdura y
fruta fresca, papa, gaseosas, y hasta carne al vacío en grandes coolers. Apenas
salieron de Bolívar, en una fuerte subida que los llevaría al abra de
Yonán, el cielo desplomó su furia sobre los exploradores. Además
casi no se podía ver por la espesa niebla que parecía rodearlo todo. A veces
debían bajarse de la mula porque el trecho era muy peligroso y sus piernas se
hundían en el barro hasta las rodillas. Llegaron en calidad de desahuciados al
primer campamento rozando los 4.000 de altura.
Al día
siguiente la historia fue parecida, solo matizada por dos hermosas lagunas que
asomaron fantasmagóricas entre la bruma. Casi sin darse cuenta cruzaron el
límite invisible que separa a La Libertad de San Martín. Otra sorpresa
fue toparse con un camino prehispánico (inca decían los lugareños, pero
probablemente sea de hechura chachapoya). Por lo demás el suelo seguía
igual de resbaloso y traicionero. Se percataron también que bajaban mucho más
de lo que subían. Aparecieron las primeras palmeras en medio de furiosos
riachuelos. Esa noche durmieron en Pampa Hermosa, apenas una casita en medio de
la nada. Llovió toda la noche.
Lujos
impensados
Otro
amanecer, otro lodazal. A los animales les decían “mulas 4 x 4” porque
parecían tener doble tracción. Todos estaban embutidos en sus impermeables
porque los negros nubarrones no les daban tregua. La quebrada por la que
bajaban a veces se adelgazaba hasta convertirse en un apretado cañón.
Finalmente llegaron a Tingo, su campamento base. Allí fue que, en un
desesperado intento por quebrar la voluntad del clima, hicieron el bien recompensado
pago a la tierra. Entonces los envolvió el calor natural de estas tierras
tropicales. Y brindaron con cerveza helada y comieron pop corn. Un lujo
impensado, pero no para el meticuloso José Luís.
Con un
sol esplendoroso sobre sus cabezas pudieron despojarse de sus ropas húmedas, ir
al río a bañarse, y ponerse cómodos por primera vez en todo el viaje.
Saposoa,
al fin
Después
de una plácida noche se levantaron muy temprano para intentar arribar al Gran
Saposoa. A las cinco de la mañana salió un primer grupo para abrir trocha a
punta de machete. Dos horas después los siguió el resto de los
expedicionarios. Aquí no había mula que valga, cada uno debía llegar
usando sus piernas y manos, casi arrastrándose por momentos. Y con muchas
posibilidades de que alguien sufriera un accidente de inciertas consecuencias.
Cuando resoplaban y sudaban a mares pudieron apreciar los primeros vestigios
del Gran Saposoa.
Unos
magníficos mausoleos construidos en sitios inverosímiles, desafiando la
gravedad, y rodeados de enigmáticas pinturas rupestres. Finalmente vino
una subida radical en medio de una jungla que solo sabía de víboras
y monos y donde no penetraba la luz del sol. Casi desfallecientes
llegaron a las murallas del Gran Saposoa. José Luís extrajo la bandera peruana
que llevaba en su mochila. Se tomaron las fotos de rigor, sonrieron. Esa noche
brindaron con pisco.
Todo el
camino de vuelta fue alucinante. Pudieron apreciar lo que el diluvio les había
negado. Como el sutil paso de la selva a la sierra. Incluso tuvieron tiempo
para explorar otras edificaciones de la cultura chachapoyas. Cuando estuvieron
nuevamente en Bolívar se entregaron a un sueño profundo. En la ruta de vuelta a
Cajamarca cruzaron el río Marañón a la altura del pueblo de Balsas y después
vieron aterrados la profunda garganta que este forma y por donde discurre la
trocha carrozable. Almorzaron en Celendín, durmieron en un hotel cinco
estrellas en Cajamarca y luego de una merecida y dionisíaca noche, se relajaron
en los Baños del Inca antes de tomar el vuelo de retorno a Lima. Si en
un momento se sintieron como ciervos asustados, ahora parecían sansones después
de derribar el templo. Ni uno de ellos olvidaría nunca al Gran Saposoa.
Jamás.
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