Amadeo García, el último de los Taushiros, ha estado estos días en mi casa. Ha bajado de Intuto, en el alto Tigre, donde vive desde hace años, para tratar de comunicarse con una hija que vive en Puerto Rico. Allí la llevó cuando era niña una misionera del ILV (Instituto Lingüístico de Verano) hace más de 25 años, junto con los otros dos hijos de Amadeo. Los hijos volvieron al Perú, uno vive en Lima, y otro en Trompeteros. Ninguno de ellos habla el idioma Taushiro ni han querido reconocerse como tales, y ninguno quiere volver a la tierra de sus antepasados. Le pregunto a Amadeo por ellos; me dice que no le llaman ni le envían alguna ayuda, salvo su hija, que vino a verlo en el 2002 desde Puerto Rico.
La historia de Amadeo es un epítome del drama de los indígenas amazónicos Los Taushiro habitaron por miles de años los bosques interfluviales entre los ríos Tigre y Corrientes, en el noroeste de Loreto. Con los madereros culminó el declive iniciado probablemente en la época del caucho. Éste es uno de los 28 pueblos indígenas de Loreto. Entre 1950 y 2000 se han extinguido nueve pueblos indígenas de la Amazonía peruana (Andoque, Panobo, Shetebo, Angotero, Omagua, Andoa, Aguano, Cholón y Munichi, y de los 42 restantes, 18 están en peligro de extinción por tener menos de 225 personas. De los Resígaro, en Loreto, quedan tres ancianos.
Amadeo no se siente a gusto en la ciudad, come poco y le sienta mal la comida. Observo su cara, quemada por el sol y por los años. Ciertamente tiene un ceño mucho más sombrío que cuando lo conocí, hace unos 27 años; parece como si ilustrase el otoño de una raza, de una cultura milenaria. Cuando no está en su cuarto se pasa horas mirando al vacío en el jardín; me lo imagino pensando en quién sabe qué recuerdos de su pueblo. Intento conversar con él, pero es parco en palabras. Sólo se anima a hablar y se iluminan sus ojos cuando le pregunto sobre la selva; me cuenta cómo aprendió a cazar con su padre, a hacer trampas para venados, sajinos y huanganas. Me explica cómo preparaba las trampas de los Taushiro: cavando un hueco de dos metros de profundidad, con una herramienta tipo tacarpo, hecha del tronco del pijuayo. “Un día se emplea en cavar una, buena chamba”, aclara. También me describe cómo vivían en su pueblo cuando era niño y todavía quedaban unas 30 personas.
Me dice que ya está demasiado viejo para ir a cazar, como solía, y no tiene fuerzas para cargar como antes la hoja de irapay o los sacos de aguaje. Para ganarse la vida coge suri, que vende en Intuto, a diez por un sol. Le pregunto si no se pierde en el aguajal. Se ríe: “Qué me voy a perder, mi padre me enseñó, nunca me he perdido, conozco por donde voy, salgo con el sol a la derecha y vuelvo con el solo a la izquierda, conozco los árboles; aunque alguna vez, si el día se estropea, he tenido que dormir en el monte hasta el día siguiente.”
En el jardín se acerca a curiosear un venadito cenizo, que me trajo justo de Intuto un amigo cuando el animalito quedó huérfano. Escucho que Amadeo dice: “uéu’e”. ¿Qué? Le digo. Repite: “uéu’e, así se dice en Taushiro venado cenizo”. ¿Volverá alguien a pronunciar esas palabras milenarias, cuando desaparezca Amadeo?, pienso para mí.
Le pregunto a Amadeo si todavía puede conversar en Taushiro con alguien, pues me contaron que una señora, una mestiza de Taushiro y Alama, todavía hablaba el idioma. “No”, me dice, “ella hablaba algunas palabras, no como yo. Y además hace años que no la veo. No tengo a nadie con quien hablar en mi idioma”.
¿Cuántos valiosos conocimientos, cuántas historias transmitidas de boca en boca, desde tiempos inmemoriales, se habrán perdido con la desaparición del último shamán de su pueblo, y cuántas se perderán cuando Amadeo se vaya a descansar con los suyos? Me cuenta cómo enterró a su padre en la quebrada Aguaruna, donde estaba el último pueblo de los Taushiros, hace unos 20 años. “Mi padre tenía 64 cuando murió, yo tengo ya sesenta y dos”, me dice, como insinuando que ya no le falta mucho para ir a reunirse con él, y dar por terminada la historia del pueblo Taushiro.
A principio de los 90 los científicos finlandeses de la universidad de Turku estaban estudiando la geología de Loreto, y cuando supieron que yo vivía en el alto Tigre, cerca de Ecuador, me pidieron que preguntase a los indígenas si tenían memoria de algún fenómeno que tuviese algo que ver con una erupción volcánica. Resulta que en las cuencas de los ríos Tigre, Corrientes y Pastaza se depositaron en el pasado sedimentos volcánicos arrastrados por el río Pastaza desde los Andes de Ecuador. Esos sedimentos forman ahora suelos muy apreciados para la agricultura por su gran fertilidad. Aunque los volcanes ecuatorianos están muy lejos, quizás se observó en Loreto alguna señal de la erupción, y los Taushiro lo conservaron en sus leyendas.
Le pedí a Amadeo que averiguase con su padre y a su tía, los últimos ancianos de su pueblo, que vivían en la quebrada Aguaruna. Un tiempo después me contó lo que le dijeron: según una tradición de los Taushiro, muchos años atrás el cielo se había vuelto rojo y había “llovido tierra”. No me cabe duda de que este pueblo fue testigo, quizás cientos o miles de años atrás, del oscurecimiento que producen en el cielo las cenizas lanzadas a la atmósfera por una erupción volcánica cataclísmica, como las que tuvieron que producirse para colmatar la cuenca del río Pastaza y obligarlo a desplazarse hacia las cuencas del Tigre y el Corrientes.
“¿Crees que puedan quedar Taushiros todavía viviendo aislados en el monte?”, le pregunto. “No”, me dice con absoluta certeza. “¿No crees que haya en la frontera con Ecuador, donde dicen que todavía quedan grupos de calatos?” “No”, me dice, “esos son de otro grupo”.
En los años 90, sin embargo, Amadeo estaba entusiasmado con la idea de ir a buscar por el alto río Pucacuro, donde según las versiones de cazadores y madereros había varios grupos de “aukas”, indígenas aislados; una vez trajeron incluso una cerámica parecida a las de los Taushiro. Las operaciones de exploración petrolera en la zona y la tala ilegal en la zona del alto Curaray y Arabela probablemente alejaron a esos grupos hacia Ecuador. Ahora Amadeo parece resignado a su irremediable soledad, a ser el último de los Taushiro…
La historia de Amadeo es un epítome del drama de los indígenas amazónicos Los Taushiro habitaron por miles de años los bosques interfluviales entre los ríos Tigre y Corrientes, en el noroeste de Loreto. Con los madereros culminó el declive iniciado probablemente en la época del caucho. Éste es uno de los 28 pueblos indígenas de Loreto. Entre 1950 y 2000 se han extinguido nueve pueblos indígenas de la Amazonía peruana (Andoque, Panobo, Shetebo, Angotero, Omagua, Andoa, Aguano, Cholón y Munichi, y de los 42 restantes, 18 están en peligro de extinción por tener menos de 225 personas. De los Resígaro, en Loreto, quedan tres ancianos.
Amadeo no se siente a gusto en la ciudad, come poco y le sienta mal la comida. Observo su cara, quemada por el sol y por los años. Ciertamente tiene un ceño mucho más sombrío que cuando lo conocí, hace unos 27 años; parece como si ilustrase el otoño de una raza, de una cultura milenaria. Cuando no está en su cuarto se pasa horas mirando al vacío en el jardín; me lo imagino pensando en quién sabe qué recuerdos de su pueblo. Intento conversar con él, pero es parco en palabras. Sólo se anima a hablar y se iluminan sus ojos cuando le pregunto sobre la selva; me cuenta cómo aprendió a cazar con su padre, a hacer trampas para venados, sajinos y huanganas. Me explica cómo preparaba las trampas de los Taushiro: cavando un hueco de dos metros de profundidad, con una herramienta tipo tacarpo, hecha del tronco del pijuayo. “Un día se emplea en cavar una, buena chamba”, aclara. También me describe cómo vivían en su pueblo cuando era niño y todavía quedaban unas 30 personas.
Me dice que ya está demasiado viejo para ir a cazar, como solía, y no tiene fuerzas para cargar como antes la hoja de irapay o los sacos de aguaje. Para ganarse la vida coge suri, que vende en Intuto, a diez por un sol. Le pregunto si no se pierde en el aguajal. Se ríe: “Qué me voy a perder, mi padre me enseñó, nunca me he perdido, conozco por donde voy, salgo con el sol a la derecha y vuelvo con el solo a la izquierda, conozco los árboles; aunque alguna vez, si el día se estropea, he tenido que dormir en el monte hasta el día siguiente.”
En el jardín se acerca a curiosear un venadito cenizo, que me trajo justo de Intuto un amigo cuando el animalito quedó huérfano. Escucho que Amadeo dice: “uéu’e”. ¿Qué? Le digo. Repite: “uéu’e, así se dice en Taushiro venado cenizo”. ¿Volverá alguien a pronunciar esas palabras milenarias, cuando desaparezca Amadeo?, pienso para mí.
Le pregunto a Amadeo si todavía puede conversar en Taushiro con alguien, pues me contaron que una señora, una mestiza de Taushiro y Alama, todavía hablaba el idioma. “No”, me dice, “ella hablaba algunas palabras, no como yo. Y además hace años que no la veo. No tengo a nadie con quien hablar en mi idioma”.
¿Cuántos valiosos conocimientos, cuántas historias transmitidas de boca en boca, desde tiempos inmemoriales, se habrán perdido con la desaparición del último shamán de su pueblo, y cuántas se perderán cuando Amadeo se vaya a descansar con los suyos? Me cuenta cómo enterró a su padre en la quebrada Aguaruna, donde estaba el último pueblo de los Taushiros, hace unos 20 años. “Mi padre tenía 64 cuando murió, yo tengo ya sesenta y dos”, me dice, como insinuando que ya no le falta mucho para ir a reunirse con él, y dar por terminada la historia del pueblo Taushiro.
A principio de los 90 los científicos finlandeses de la universidad de Turku estaban estudiando la geología de Loreto, y cuando supieron que yo vivía en el alto Tigre, cerca de Ecuador, me pidieron que preguntase a los indígenas si tenían memoria de algún fenómeno que tuviese algo que ver con una erupción volcánica. Resulta que en las cuencas de los ríos Tigre, Corrientes y Pastaza se depositaron en el pasado sedimentos volcánicos arrastrados por el río Pastaza desde los Andes de Ecuador. Esos sedimentos forman ahora suelos muy apreciados para la agricultura por su gran fertilidad. Aunque los volcanes ecuatorianos están muy lejos, quizás se observó en Loreto alguna señal de la erupción, y los Taushiro lo conservaron en sus leyendas.
Le pedí a Amadeo que averiguase con su padre y a su tía, los últimos ancianos de su pueblo, que vivían en la quebrada Aguaruna. Un tiempo después me contó lo que le dijeron: según una tradición de los Taushiro, muchos años atrás el cielo se había vuelto rojo y había “llovido tierra”. No me cabe duda de que este pueblo fue testigo, quizás cientos o miles de años atrás, del oscurecimiento que producen en el cielo las cenizas lanzadas a la atmósfera por una erupción volcánica cataclísmica, como las que tuvieron que producirse para colmatar la cuenca del río Pastaza y obligarlo a desplazarse hacia las cuencas del Tigre y el Corrientes.
“¿Crees que puedan quedar Taushiros todavía viviendo aislados en el monte?”, le pregunto. “No”, me dice con absoluta certeza. “¿No crees que haya en la frontera con Ecuador, donde dicen que todavía quedan grupos de calatos?” “No”, me dice, “esos son de otro grupo”.
En los años 90, sin embargo, Amadeo estaba entusiasmado con la idea de ir a buscar por el alto río Pucacuro, donde según las versiones de cazadores y madereros había varios grupos de “aukas”, indígenas aislados; una vez trajeron incluso una cerámica parecida a las de los Taushiro. Las operaciones de exploración petrolera en la zona y la tala ilegal en la zona del alto Curaray y Arabela probablemente alejaron a esos grupos hacia Ecuador. Ahora Amadeo parece resignado a su irremediable soledad, a ser el último de los Taushiro…
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