miércoles, 3 de noviembre de 2010

Una vuelta por Paraíso

Por Valentín Sánchez
A ratos siento como si el carro volara. Su desplazamiento, por un flamante asfalto, que simula una infinita alfombra gris, me adormece, me aletarga. Abro la ventanilla y un fuerte torrente de aire me latiguea la cara, refrescándome, despabilándome. Es un viaje cómodo, veloz, sin golpes en el poto o la espalda, sin baches. Vamos por la carretera Fernando Belaúnde Terry, un pulcro asfalto, mientras veo por los costados las casas, los villorios, que aparecen y desaparecen, al instante, y más allá el verde verde de la selva, fascinante y aterrador a la vez. ¿En cuánto tiempo llegaremos a Paraíso?
Salimos minutos después de las siete de la mañana de Tingo María. Eran dos los autos que nos esperaban en el frontis del hotel Internacional. Yo me subí al que conducía Chicho, aunque a esa hora todavía no sabía que le llamaban Chicho: un tipo gordo, de talla mediana, afable, algo tiznado. Estábamos retrasados porque la salida había sido programada para las seis. Imaginé que los organizadores estarían molestos, sobre todo la chica que nos dio la bienvenida en la víspera. En fin, dije, viendo a los muchachos, qué se puede hacer ya. Así como dormían en sus habitaciones y fue difícil despertarlos, Claudio, Guido y Bequer se pusieron a dormir cuando partíamos. ¿Dónde desayunaríamos?, alcanzó a decir uno de ellos.
Fuimos los últimos en llegar a Paraíso. Serían cerca de las once de la mañana, unas nubes impedían que el sol proyectara sus rayos de fuego. Acabábamos de recorrer media hora de trocha, en medio de una inmensa explanada que es Paraíso. Antes aún habíamos cruzado el río Huallaga, sobre una balsa cautiva, junto con los carros, desde Nuevo Progreso, una localidad que ahora, con el boom de los cultivos lícitos, va camino a la prosperidad. En este lugar habíamos abandonado la Fernando Belaúnde y su asfalto amable, que sigue hacia Tocache. Y allí había visto también a gente alegre, risueña, conversando plácidamente en el porche de sus viviendas. Algo que en tiempos del senderismo era inimaginable.
El chofer sugirió que tomáramos desayuno en el Jarumy, un restaurante ubicado en una colina desde donde se ve el paso sosegado del Huallaga. Comimos chilcano de carachama, pollo canga, palometa frita, lomo saltado. Nos atendió una jovencita, algo entrada en carnes, pero agradable y de buen trato, aunque algo tímida, lo que es extraño en la selva. Le preguntamos muchas cosas. ¿Sobre los viajeros? Ha aumentado mucho, hay más movimiento. ¿Sobre el comercio? Ahora hay más y más dinero. ¿Hay muertos con frecuencia? No, ya no, antes había a montones, yo de chiquita veía. Terminamos el desayuno y yo fui el último en salir del restaurante. Bequer estaba al borde de la pista. “Tómame una foto”, me pidió antes de subirnos al carro.
Jorge Cayco, especialista en comunicaciones del Programa de Desarrollo Alternativo (PDA), nos dio unos fólderes en la entrada de Paraíso y luego nos explicó cuál iba a ser el programa del día. Mientras se explayaba, yo saludaba a algunos amigos periodistas de Tingo María que no veía tiempos: Alejandro Rupay, Charles Estrada, Ricardo Guerrero. Estás más gordo, la burocracia engorda, coincidieron en decirme todos. Luego oímos a Jorge que, con voz atemperada y pausas precisas, decía suban a sus vehículos y vamos hasta el lugar de ceremonia.
Paraíso es un lugar que pertenece al distrito de Cholón, en el departamento de Huánuco. Está en el lindero con San Martín, cerca a Uchiza, un lugar muy popular en la década del 80 por el narco. Su territorio es una extensa planicie donde ahora se cultivan plátanos, cacao, palma aceitera. No hay coca, ni siquiera se oye hablar de la coca, al menos por aquí. Tiene casas de cemento, de ladrillo y de madera, con techos de calaminas y de yarina, un arbusto cuyas ramas atadas unas sobre otras se colocan a modo de techo. Hay bodegas bien surtidas, motocarros yendo y viniendo, camionetas estacionadas por doquier, motos rugiendo adelante y detrás nuestro. El lugar en sí es pequeño pero muy dinámico. Hay mucha vida, un cambio. Qué diferencia con lo que vi la primera vez que estuve acá, en el 2007.
La ceremonia se realiza en un amplio campo. Dando la espalda a la carretera que nos trajo hasta aquí, está el estrado principal; al frente, sentado en sillas plásticas, pobladores que son beneficiarios de la obra a inaugurarse; a un lado, montones de niños con banderitas peruanitas y pancartas con textos de agradecimiento; al otro lado, stands en donde el PDA expone sus múltiples proyectos ejecutados en la zona. Jorge nos conduce a uno de ellos y ordena que nos den gaseosas. El calor se intensifica, comienzo a sudar. Estoy bebiendo un agua mineral cuando el moderador coge el micrófono y dice que la ceremonia se inició.
La primera vez que vine aquí fue acompañando al presidente huanuqueño Jorge Espinoza. Estuvimos fuertemente resguardados: decenas de comandos con chalecos antibalas, cascos, gafas oscuras, armas de largo alcance. Un cuerpo de élite del Frente Huallaga. Fuimos a expensas del alcalde de Paraíso, Artemio Miranda, y llegamos a golpe de las cinco de la tarde, a poco del ocaso. Recuerdo que en el lugar reinaba una sensación de miedo y terror. Así me lo decían los ojos de los niños, adultos y ancianos que estaban a mi derredor. Los comandos se movían inquietos, distribuyéndose por los matorrales que rodeaban el local comunal, en donde se realizaba la asamblea. “Esta zona es roja, huevón, tenemos que quitarnos ya”, era lo que me repetía Santacruz, el policía que cuida a Espinoza, en mi oído. Ese día, prácticamente, levantaron en vilo el enjuto cuerpo de Espinoza y lo introdujeron al carro, que salió raudo, meteórico, los comandos con el arma rastrillada, gritando soeces para darse valor. Temían un ataque.
Mientras nos desplazamos hacia el cacaotal de don Juan Zelada, a cinco minutos de Paraíso, ordeno mis apuntes de la ceremonia protocolar. Haría un despacho para radio Solar de Huánuco y diría lo siguiente: “Una apoteósica fiesta viven los pobladores de Paraíso, ubicado en el distrito de Cholón, provincia de Marañón, departamento de Huánuco, al inaugurarse la segunda etapa de su sistema de electrificación. La obra valorizada en 821 mil nuevos soles fue cofinanciada por Electro Tocache y el Programa de Desarrollo Alternativo, con el auspicio de USAID, y contó con el apoyo de los pobladores de Paraíso, liderados por su alcalde Artemio Miranda. La elecrtificación beneficia a 1,179 personas de las localidades de Sachacuy, Tres de Mayo, Aeropuerto, Sinchi Roca, San Juan de Culebra y La Victoria, todas aledañas a Paraíso y parte de su zona urbana”. Eso diría y entrevistaría, para contextualizar la información, a Luis Ramos, jefe del PDA en Huánuco, y Carlos Díaz, director de Coordinación Regional del PDA. Pero esto lo haría cuando llegue al cacaotal de Juan Zelada, porque en este momento seguimos en el carro rumbo a ese lugar.
A pesar de pisar a fondo el acelerador, llegamos a la orilla del río cuando ya había oscurecido. Nuevo Progreso estaba al frente, en la otra orilla, con sus luces titilantes. Nos comunicaron que la balsa cautiva no vendría a recogernos: era riesgoso que surcara el río en esa noche cerrada. Así que todos nos plantamos allí, autoridades y comitiva, barajando la posibilidad de regresar a Paraíso o quedarnos a dormir allí, en el canto del río, al interior de los vehículos, pese del calor y a los moscardones que empezaban a zumbar sobre nuestras cabezas. Sería una noche largan en vela, pues nadie ahí pensaba dormir, menos los comandos que ya se habían internado en el follaje y establecido un cerco de seguridad para proteger al presidente. En eso estábamos cuando apareció, sigilosa, calmosa, una frágil canoa y dos fibrosos tripulantes. Era el transporte que nos enviaban desde Nuevo Progreso y en el que, por grupos, teníamos que cruzar el Huallaga. Sentir el miedo a naufragar, de que nos cogiera una palizada, era preferible al miedo de ser emboscado por las huestes de Artemio y morir abaleado.
La chacra de Juan Zelada es una muestra de la gran revolución que se opera en Paraíso. 750 familias de este lugar han aceptado trabajar con el PDA, cultivando cacao, palma aceitera, plátano. Mil 900 hectáreas desde que comenzaron, hace dos años. Y los resultados se ven en la actitud de la gente, en la bonanza económica que generan sus actividades. Pienso que es cierto lo que dice Carlos Díaz: que la seguridad es crucial para que venga la inversión privada y estatal, que la iniciativa debe partir de los interesados, de los pobladores. Y escucho atento lo que dice Carlos, mientras nos internamos por la parcela de Juan Zelada, entre árboles de plátanos y cacao, sintiendo que el cambio es posible, que ahora lo estoy viendo y palpando.

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