viernes, 20 de agosto de 2010

CENTENARIO DEL AMUATA AMAZÓNICO

Por: Lic. Enrique Silva Zafra
Especialista de Secundaria
UGEL HUALLAGA-SAPOSOA


SINTI, EL VIBORERO (1967)

Autor: Francisco Izquierdo Ríos.

Esta obra fue publicada en 1967 por la editorial Talleres Gráficos ECOS. De Lima.
Sinti, el Viborero, cuento ambientado en la ciudad de Moyobamba. Donde se destaca la habilidad y conocimiento del mundo amazónico del hombre que habita en ella. Evidenciando una honda influencia telúrica por estar inmerso en las tradiciones y costumbres del pueblo.
Espíritu Sinti es un domador de serpientes que empezó en ese difícil arte siendo muy niño e impresionado por el gran poder hipnótico de los grandes depredadores. Así, inició su entrenamiento tomando cuanto podía de las enseñanzas de las serpientes, los gatos, las aves cazadoras y de un viejo maestro serpentero. De a pocos su fama creció por su inmenso dominio de los ofidios, tan fascinante hasta que una muchacha singularmente muy bonita fue encantada y fugó con él de Moyobamba.

SINTI, EL VIBORERO (cuento)

Esas víboras no tienen veneno. Así hasta yo lo haría – Gritó uno de los espectadores en tono despectivo y, en cierto modo, de desafío.

Sinti, con un jergón enroscado en el cuello-la prueba que estaba realizando en ese momento-, se acercó al borde del proscenio e inquirió por el intruso.

Y en medio de los demás espectadores se irguió un hombre alto, moreno, que volvió a decir con voz tonante:

- Sí, señor. Esas víboras no tienen veneno- está usted engañándonos.

- Yo le apuesto, señor, que sí tienen veneno- respondió Sinti, con calma, empuñando al jergón de la cabeza, que a la vez hallábase ya enroscado en su brazo.

– Para probarlo venga usted al proscenio…

Una ola de silencio y de terror envolvió a los concurrentes, que pensaban ver acaso el número más espectacular y emocionante de la función. Sinti esperó unos minutos y aquel hombre alto y moreno se sentó calladamente; entonces el Viborero se dirigió al público:

- “señores: Todos los que quieran convencerse de que yo no les engaño pueden acercarse mañana, a las tres de la tarde; a mi domicilio…Aquí, en este instante, les probaría, pero no cuento con un animal apropiado para hacer la experiencia”- y siguió con el espectáculo.

Al día siguiente, a la hora indicada, la mayoría del público de la función se encontraba frente al domicilio de Sinti. Y todos se retiraron convencidos de que trabajaba limpio, pues ocho cuyes, que fueron mordidos por igual número de víboras de su colección, murieron casi instantáneamente.

En otro pueblo le hicieron la misma observación. Sinti, entonces, insinuó que si alguno de los espectadores descubría una víbora en su huerta o en los terrenos abandonados lo llamaran para que vieran cómo dominaba al reptil.

Una mañana un muchacho llegó a decirle que en su huerta había un chushupe. El Viborero se fue seguido de compacta muchedumbre. Ciertamente, en un rincón de la huerta, estaba el horrible ofidio mostrando los dientes como perro rabioso. Sinti, en menos de cinco minutos, con una serie de gestos y miradas singulares, lo dominó y lo metió en un cesto de alambre. Todos quedaron boquiabiertos al comprobar que el chushupe, la más terrible víbora de la selva amazónica, se volvía como un manso cordero ante Sinti.

Sinti, un día de su infancia, a la hora cenital, descansaba bajo la sombra de una gigantesca catahua, con el cuerpo arrimado al blanco tronco del árbol, en un extremo de la hacienda; medio embotado se hallaba con el calor, cuando, de repente, advirtió una escena inquietante que se realizaba allí cerca, a la orilla de una laguna. Un sapo luchaba desesperadamente con una hermosa culebra de colores; ésta, por instantes, se quedaba inmóvil a cierta distancia, mirando fijamente al sapo, que temblaba y gritaba de pánico como un niño, luego se arqueaba, levantaba la cabeza para cogerlo, mientras que el escuerzo segregaba rápidamente en círculo su ponzoña y colocábase al centro. Sabido es que el líquido blanco lechoso que segregan los sapos es temido por las serpientes, quizá por algún poder cáustico y venenoso, que éstas ni siquiera se atreven a rozar sus alargados cuerpos en él.

Sinti se incorporó y con sigilo se puso a contemplar el terrible drama. Admirábase sobre todo de la forma de mirar de la culebra, que lo hacía con los ojos desmesuradamente abiertos y fijos en su víctima. Volvió a arquearse la serpiente, salvando el círculo fatal, para coger al sapo, pero éste, sin pérdida de tiempo, le sopló su ponzoña a plena faz. Aquella cayó atontada, fuera del círculo; sin embargo, pronto se repuso y continuó la lucha. El sapo, cansado, no pudo resistir más; la culebra atrapándole de una pata lo sacó al sitio, lo engulló y se fue por el pasto amarillento.

Sinti se quedó meditando sobre lo que acababa de ver. Se acordó del gato “Tigrillo” de la casa-hacienda, que subía a los cerezos y frondosos guabos de la huerta a esperar, escondido en los ramajes, a los alegres y desprevenidos pájaros; éstos, luego de ciertos preámbulos hipnotizantes del gato, caían irremediablemente en sus garras. “Tigrillo” era un hipnotizador. En un amanecer, detrás de la casa, había vencido también al venenoso jergón; después de una pelea dramática de miradas y fingidos ataques, la víbora huyó acezante, con la lengua fuera.

Sinti, muchacho ignorante-hijo de un indio amazónico en una mestiza y que se encontraba en la hacienda “Los Caimitos” de don José María Torres en calidad de “recogido”-, no podía comprender la causa de las miradas fijas de estos animales y de la fuerza portentosa de sus ojos.

Cuando regresaba una tarde de cazar, con la cerbatana de dardos envenenados al hombro, vio en el lago oscuro que había no muy lejos de la hacienda-vivero de paiches, caimanes, tortugas y boas-un hecho inaudito. Un becerro que retornaba del lago, a donde había ido a beber, empezó a retroceder misteriosamente de cierta parte del trayecto, como si una fuerza oculta, maravillosa. Le estuviera atrayendo desde el fondo de las aguas. Luego corría alegre, con la esperanza de una salvación segura, pero nuevamente era arrastrado hacia el lago. El ternerito mugía lastimero… Una boa, con la cabeza a flor de agua, le “estaba echando el hilo”, o sea hipnotizándole para en el momento oportuno saltar sobre él y enroscándose en su cuerpo volverlo una masa informe y tragárselo; de ahí que, cuando el monstruo cerraba los ojos, el becerro trataba de escapar, siendo otra vez atraído cuando los abría. Este drama no duró mucho: el becerro fue devorado por la boa.

En otra ocasión, cuando se internó en el bosque a coger orquídeas para Enith, su joven patrona, hija de don José María, oyó golpes de alas, como sonoros lapos, en un árbol de capirona; alzó la cabeza y tubo la suerte de contemplar otro hecho extraordinario. Un wancawí, el ave comedora de víboras, estaba luchando con una de éstas en una rama del árbol; las alas abiertas, extendidas con los ojos inyectados de sangre y que parecían saltársele de las órbitas, miraba fijamente a su temible adversario, el que se hallaba en guardia, con la cabeza en alto y mirándolo también fijamente.

Cuando el reptil avanzó para morder al wancawí, éste le dio un tremendo aletazo en el cuello por el lado derecho e inmediatamente otro por el lado izquierdo, y los dos enemigos quedaron de nuevo en guardia: con las miradas fijas. El wancawí logró dominar a la serpiente después de varios aletazos a diestra y siniestra; la cogió de la cabeza y de la cola con sus potentes garras y entonó en esa actitud arrogante, su ronco canto de triunfo, estremeciendo a la selva.

Sinti pensaba:-“¿Qué fuerza misteriosa tienen esos animales en los ojos? ¿Los hombres también pueden tenerla?”.-Con esta idea comenzó a hacer experimentos en la hacienda; agarraba de las orejas a los perros y los miraba persistentemente a los ojos, haciéndolos lagrimear. A los otros muchachos que vivían en la casa les insinuaba para mirarse mutuamente y ver quien llegaba a vencer.

-A ver, mírame –les decía. – Quién aguanta más.

Y ninguno resistía la terrible mirada de Sinti; los ojos les lagrimeaban.

-A ver quién de nosotros puede mirar al sol – decía a los muchachos, en cuyo grupo también entraba Walter, el pequeño hijo del patrón.

Y al mediodía, cuando el sol ecuatorial quemaba como fuego los muchachos desde el patio miraban al astro. Todos desistían en el momento de su empeño, con los ojos cuajados de lágrimas; sólo Sinti, durante algunos segundos, miraba al sol con los ojos muy abiertos, con toda tranquilidad.

Únicamente al gato “Tigrillo” no podía dominarlo con la mirada, pero sus experiencias con éste le sirvieron mucho. Se pude decir que “Tigrillo” y el viejo Tananta, sobre todo, fueron sus maestros de hipnotismo, fuerza prodigiosa que de un modo intenso comenzaba a desarrollarse en él.

- Algunos animales “echan hilo” – le había dicho el viejo Tananta-. El gato, la boa, la víbora…

- ¿Y los hombres también pueden “echar hilo”, taita Tananta? -Preguntó Sinti.

-También respondió el anciano. –Yo hago dormir a las víboras, a los mismos hombres.
Y el indio Tananta, que de otro indio amazónico había aprendido a ser “viborero”, siempre llevaba a Sinti selva adentro a enseñarle el arte de “encantar serpientes”. Le había dicho además que para atraer a las víboras había que tocar la flauta y Sinti, sentado en un tronco en medio del bosque o en una piedra a la orilla de un riachuelo silencioso, tocaba el instrumento y al poco rato se veía rodeado de clase de víboras, a las que “domaba” de acuerdo con lo que había visto hacer al gato, al wancawí y principalmente con las lecciones del viejo Tananta.
Sinti, en breve tiempo, llegó ser eximio maestro en el difícil y peligroso arte de “encantar serpientes”. A ser “viborero”, como dice en la Amazonía.
Se exhibe un cartel, con el dibujo de un hombre empuñando del cuello a una serpiente, en una esquina central de Moyobamba, ciudad de la selva alta del Perú. Es el anuncio de una cosa insólita, que llama poderosamente la atención.
Espíritu Sinti, Viborero de la Amazonía,
ofrece hoy una maravillosa función a la
culta sociedad moyobambina, en el local
del Mercado, a partir de las 9:00 pm. Sinti,
el Mago, el Dios de las Víboras. ¡No
faltar! Precios módicos.


En boca de todo el mundo anda extraño nombre del Viborero.
Comienza la función…En el proscenio hecho de tablas, aparece Sinti, descalzo, sin camisa, sólo con un sencillo calzón de deporte, con negros cintillos de piel de iguana en las muñecas y con una varita de madera en la mano derecha. El cholo bronceado, abultados los bíceps y dura la mirada, hace una reverencia al público, que le aplaude frenético.
La pequeña orquesta toca “Cuando el indio llora”.
En unos cajones con puertas de alambre, que se encuentran en una mesa frente al público, están las víboras arrancadas a la jungla. Sinti acerca a uno de esos cajones la varita, abre la puerta, e inmediatamente muestra su cabeza de gato un feroz chushupe y salta la centro del proscenio, asustando a la concurrencia. Sinti, rápidamente, se coloca frente a la chushupe, que tiene la cabeza levantada y la roja legua afuera, en actitud amenazante; el hombre y la fiera están frente a frente. Aquél le clava la mirada y sostiene la varita encima de la cabeza del reptil hasta que éste poco a poco se amansa; sin embargo, Sinti, que ya lo ha cogido del cuello, le sigue mirando fijamente los ojos. Luego hace que se enrosque en sus piernas, en sus brazos; después de un instante, el reptil se desenvuelve y cae al proscenio y Sinti lo conduce con la varita a su cajón, no sin haber vencido nuevamente su peligrosidad.
Y así va presentando una serie de pruebas interesantes con las demás víboras, que mantienen en al tensión nerviosa al público. Van saliendo a su turno el terrible jergón, la no menos terrible cascabel, que con el ruido de los anillos de su cola produce pánico en la selva, la víbora loro, que se confunde con las hojas de los árboles, y otras más. Las víboras se enroscan en las piernas, en los brazos del Encantador; le lamen las manos, la cara, las orejas.
Termina la función con el número más impresionante, que hace que los rostros de los espectadores se contraigan en un gesto de terror: salen todas las víboras y se enrollan en el cuerpo del Encantador, dando así éste la sensación de un ser mitológico.
Al día siguiente, Moyobamba fue estremecida, como por los vientos repentinos que sacuden los árboles de sus huertas, por una noticia increíble: Celia Montes, una de las muchachas más bonitas de la ciudad, se había fugado con el Viborero. Celia tenía unos extraños ojos verdes.

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